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Buenos amigos,
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estimados amigos,
no quiero invitaros a la sublevación.
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Los que consumaron esta acción
son dignos.
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¿Qué secretos agravios
tenían para hacerlo?
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Ellos son sensatos
y no dudo que os darán
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razones convincentes.
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No vengo a excitar vuestros ánimos.
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Yo no soy orador como Bruto.
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Soy un hombre franco y sencillo
que amaba a su amigo.
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Y esto lo saben bien
los que me dejaron hablar de él.
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No tengo talento, ni elocuencia,
ni estilo, ni ademanes.
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Ni el poder de la oratoria
que enardece a los hombres.
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Hablo llanamente
y sólo digo lo que todos conocéis.
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Os muestro las heridas
del noble César,
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pobres bocas mudas,
y pido que ellas hablen por mí.
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Si yo fuera Bruto, y Bruto Antonio,
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¡ese Antonio
exasperaría vuestros ánimos
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y pondría en cada herida
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una lengua capaz de amotinar
a todas las piedras de Roma!
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¡Oídme todavía!
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¡Oídme, compatriotas!
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¡No sabéis lo que vais a hacer!
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¿Qué hizo César para merecer
estas pruebas de afecto?
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Lo ignoráis.
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¡Y olvidáis su testamento!
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Aquí está,
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y con el sello de César.
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En él lega a cada romano,
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a cada hombre, individualmente,
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setenta y cinco dracmas.
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Y no sólo eso,
sino que os lega además sus paseos,
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sus quintas y jardines
a esta orilla del Tíber.
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Los deja a vosotros
para la perpetuidad
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como parques públicos,
para que paseéis y disfrutéis.