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En los pasillos es donde se firman
tratados, se declaran guerras...
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Nuestra querella,
si es que
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la hay, no
es de Estado,
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pero lo crea o no,
no me la tomo a la ligera.
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Sentiría mucho
que me malinterpretase.
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Sobre todo cuando lea mi carta.
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Porque la leerá, estoy seguro.
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No, la romperé. Se lo he prometido.
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Léala. Ya no tiene importancia
ahora que se lo he dicho todo.
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Lo que quiero que entienda
y que dudo que haya entendido
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es que yo no juzgo su actitud,
sino la mía.
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Tengo un defecto
que nunca he podido combatir:
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demasiada complacencia
hacia las mujeres jóvenes y bonitas.
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A veces me ha llevado
a situaciones
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delicadas y ahora
prefiero frenar
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antes de llegar a la pendiente
peligrosa, cuando flota en el aire
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la sospecha de lo que más temo:
saber que mis decisiones,
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graves o no, no pueden ser tomadas
con absoluta libertad.
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Hablando con toda sinceridad,
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si me caso, lo cual no ocurrirá
demasiado pronto
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pero sí algún día,
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no sólo quiero haber elegido
a mi mujer con toda independencia,
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sino haber tenido yo
la idea de casarme,
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si no el primero,
al menos al mismo tiempo que ella.
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Si es ella la que se anticipa...
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¿Quién ha hablado de matrimonio?
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¿De dónde ha sacado la idea
de que quiera casarme con usted?
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Me temo que tiene
una idea demasiado
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alta de sí mismo,
señor mío.
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Voy a decirle lo que tiene.
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Tiene miedo,
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miedo de que le eche el lazo.
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Pues tranquilícese.
Hay miles de hombres más guapos,
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más jóvenes y más interesantes
que usted.
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Y que merecen un pequeño esfuerzo.
Usted no.
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No se enfade. Lo dije sin pensar.
Estamos de acuerdo, no discutamos.
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Escúcheme, no se vaya así.
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No hace falta que lo repita.
Lo he entendido.
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-¿Me reprocha que sea sincero?
-¡Sincero!