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de Brabante y de Orleáns, partirán.
Y vos, Príncipe Delfín.
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Mi muy temido padre,
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es muy apropiado que nos armemos
contra el enemigo,
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porque la paz no debería embotar
a un reino,
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sino que defensas,
asambleas y preparativos
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deberían mantenerse, reunirse y realizarse
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como si hubiese una guerra en expectativa.
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Así pues, digo que conviene
que vayamos a ver
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las partes débiles y enfermas de Francia.
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Y que lo hagamos sin muestra de temor;
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no con más que si supiésemos
que Inglaterra estuviese ocupada en
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¡un baile de Pentecostés!
Porque, mi buen Señor,
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está tan ociosamente gobernada
por joven tan vano,
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alocado y caprichoso
que no puede inspirar temor.
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¡Oh, cuidado, Príncipe Delfín!
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Estáis muy equivocado con este Rey.
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Pregunte Vuestra Gracia
a los últimos embajadores
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con qué gran orgullo escuchó su embajada,
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qué bien provisto estaba
de nobles consejeros,
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qué moderado es en la ofensa
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y, al tiempo, qué terrible en
la resolución constante.
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No es así, milord Condestable,
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aunque pensásemos que lo es, no importa.
En defensa,
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mejor suponer al enemigo
más poderoso de lo que parece.
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Creamos fuerte al Rey Harry
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y, príncipes, armaos sólidamente
para recibirle,
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porque desciende de esa raza sanguinaria
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que nos ha perseguido
en nuestros senderos familiares.
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Testigo fue nuestra demasiado
evocada vergüenza,
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cuando la batalla de Cressy fue librada
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y todos nuestros príncipes capturados
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a manos de aquel nombre siniestro,
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Eduardo,
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Príncipe Negro de Gales.