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Sólo suelta puñaladas
y cada palabra suya es una cuchillada.
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Si su aliento fuera tan espantoso
como sus términos,
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infestaría hasta a la estrella polar.
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De hecho, a su alrededor
todo es horror y desasosiego.
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Mirad, aquí viene.
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¿No queréis enviadme a algún servicio
al fin del mundo?
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Iría a las antípodas por el recado
más insignificante
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que quisierais confiarme.
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Os traería un pelo de la barba
del Gran Khan.
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¡Sería vuestro embajador ante los pigmeos
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antes de cambiar tres palabras
con esa arpía!
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¿No tenéis destino para mí?
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Ninguno, excepto desear
vuestra grata compañía.
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Señor, he aquí un plato
que no me agrada.
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¡No soporto a esa "señora Lengua"!
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Vamos, señora. Habéis perdido
el corazón del Sr. Benedicto.
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Efectivamente, señor.
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Me lo prestó unos instantes
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y yo le pagué con interés
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un corazón doble por el suyo.
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Sin embargo, en otra ocasión
ya me lo ganó con dados falsos.
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De ahí que podáis decir que lo he perdido.
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Le tenéis abatido, señora, muy abatido.
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No querría que me hiciera
otra vez lo mismo, señor.
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Podría acabar siendo
una madre de locos.
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Os traigo al conde Claudio,
a quien me mandasteis buscar.
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- ¿Por qué estáis triste?
- No estoy triste, señor.
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- ¿Estás enfermo pues?
- Tampoco, señor.
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El conde no está ni triste,
ni enfermo, ni alegre, ni sano.
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Es un conde civil, como las naranjas,
y de ese mismo color celoso.
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Diría que es cierta vuestra descripción,
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aunque puedo jurar que, de ser así,
su recelo es infundado.