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Y luego, por mera curiosidad...
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...o por aburrimiento, no sé...
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...abandoné el Viejo Mundo...
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...y volví a mis Estados Unidos.
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Y ahí una maravilla mecánica
me permitió ver el amanecer...
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...por primera vez...
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...en 200 años.
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¡Y qué amaneceres!
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Vistos como el ojo humano
jamás podía verlos.
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Plateados al principio...
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...y luego, al pasar los años,
con tonos púrpuras...
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...rojos...
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...y mi muy añorado azul.
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En la primavera de 1988
regresé a Nueva Orleáns.
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Y tan pronto olí el aire,
supe que había llegado a casa.
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Era un aire fragante...
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...casi dulce...
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...que me recordaba el olor a
jazmines y rosas de nuestro patio.
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Caminé por las calles saboreando
ese perfume que hace tanto no olía.
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Y luego en la Calle Prytania...
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...a sólo unas cuadras del
cementerio Lafayette...
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...olí el olor de la muerte.
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Y no provenía de las tumbas.
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El olor se hacía más
fuerte conforme avanzaba.
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Muerte vieja.
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Un olor débil, que ningún
mortal detectaría.