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Los hombros hacia atrás, la barbilla
hacia arriba.
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¿Quién era la de las plumas, su
mujer?
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- Separa los pies. Bien.
- ¿A ella le dlo suerte?
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No. La salvé, era la mujer cañón. La
lanzaban a 100 metros. Un día...
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la trayectoria se desvió, y me cayó
encima. Sin mí habría muerto.
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Igual que yo, ¿salva a todo el
mundo?
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- No, no es igual que usted.
- ¿Cómo lo hace a ciegas? ¿Cierra...
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- los ojos?
- No, póngase recta y respire hondo.
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- Lo demás es asunto mío.
- Pero, ¿lo ha hecho antes?
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No del todo. No tenía diana, la
estaba esperando.
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- ¿Pero qué le he hecho?
- Me inspira, creo en su suerte.
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Hay algo en usted como una
herradura, un trébol de cuatro hojas.
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Pero si no me cree, allí está la salida.
No se lo echaré en cara.
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- ¿En qué mano?
- Ve, basta con creer. ¡Póngaselo!
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Si hay que morir, que sea con lujo.