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Eterno enemigo,
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te juzgo por las culpas
de hoy y del pasado.
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Me darás cuenta de todo
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antes de vengarme.
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¡Por Dios!
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¿Quién es ése?
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El Conde.
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¿Es Vd. un bandido?
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Por Dios.
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¿Se corresponde a
su alta cuna,
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a su educación
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y a su posición
en el mundo?
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No dejaré que me hagan
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daño.
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Yo te arresto, Conde.
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¡En nombre de su Majestad el Zar,
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entrégueme la espada
o llamaré a los soldados!
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Sabe usted,
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que por un ataque nocturno
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en virtud del Decreto 1.200...
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Esto parece
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un ataque armado.
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Y esto no es nada,
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seremos más.
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Ríndete, Juez.
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Mis aliados.
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¡Por tu honor, por todos
los santos, te lo suplicamos!
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¿Te atreves a rehusar?
Te lo suplican las damas.
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Bruto,
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¡primero tendrás que
matarnos a nosotras!
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¡Señorita Sofía,
señora Telimena!
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Esta espada nunca se manchará
con sangre inocente.
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¡Soplicas,
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sois mis prisioneros!
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Así hice en Italia,
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cuando cerca de un peñasco
llamado Birbante-Rocca,
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capturé a varios bandidos.
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Maté a los que estaban armados
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y até a los que
no tenían armas.
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Iban detrás,
demostrando mi triunfo.
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Luego les colgaron
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a los pies del Etna.
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El Conde enfrió su ira.
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Pensó cómo terminar
la lucha sin derramar sangre.
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Encerró a los Soplica
en la casa,
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como prisioneros de guerra.