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La película era "Corredor sin
retorno" de Sam Fuller.
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Sus imágenes tenían tanta fuerza
que era como si te hipnotizaran.
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Yo tenía 20 años.
Era a finales de los 60
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y había ido a París a aprender
francés. Pero fue aquí
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donde aprendí de verdad.
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Me convertí en un miembro
de una especie de masonería.
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La masonería de los cinéfilos.
Lo que llamábamos
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"fanáticos del cine".
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Yo era uno de los insaciables.
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De los que siempre se ponían
en las primeras filas.
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¿Por qué nos sentábamos
tan cerca?
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Quizá porque queríamos recibir
las imágenes los primeros,
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cuando aún eran nuevas, frescas.
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Antes de que saltaran las vallas
de las filas siguientes.
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Antes de difundirse
de fila en fila,
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de espectador en espectador,
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hasta que, agotadas, de segunda
mano, del tamaño de un sello,
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volvían a la cabina
del proyeccionista.
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¡No estoy loco,
lo hago para el periódico!
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Quizá la pantalla
fuera además una pantalla
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que nos protegía
del resto del mundo.
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Pero hubo una tarde
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en la primavera de 1968,
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en la que el mundo
finalmente atravesó la pantalla.
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Debido a una oscura coalición
de intereses innombrables,
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el Ministro Malraux ha echado
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a Henri Langlois
de la Cinemateca Francesa.
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En Chaillot
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pudieron verificar
la cara y el concepto
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de la cultura cinematográfica.
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Con el pretexto de la burocracia,
los peores enemigos de la cultura
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han conquistado
el bastión de la libertad.