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Bienvenido, Marco Antonio.
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Poderoso César,
qué abatido yaces.
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¿Todas tus conquistas,
glorias y triunfos
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se reducen a este breve espacio?
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¡Adiós!
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Desconozco, caballeros,
qué pretendéis
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y quién deberá aún verter su sangre.
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Si he de ser yo,
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ninguna hora mejor que ésta
en que cayó César.
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Y ningún instrumento tan digno
como vuestros puñales,
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enriquecidos con la sangre
más noble del universo.
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Si me odiáis,
satisfaced vuestro rencor
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mientras el vapor de la sangre humea
en vuestras manos.
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Nunca podría hallarme
tan dispuesto a morir.
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Ni podría pedir otro lugar mejor
que junto a César.
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Ni otros autores que vosotros,
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selectos espíritus de este tiempo.
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Antonio, no supliques la muerte.
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Aunque parezcamos
sangrientos y crueles,
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por la cruenta acción que nuestras
manos acaban de realizar,
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nuestros corazones
son compasivos.
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Y la compasión
por la desgracia general de Roma
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es lo que nos ha movido a hacer esto.
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Influirás en el reparto
de las nuevas dignidades.
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Cuando la muchedumbre aterrorizada
se apacigüe,
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te explicaremos por qué yo,
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que amaba a César,
he procedido así.
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No dudo de vuestro buen juicio.
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Que cada uno me dé
su ensangrentada mano.