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Pero ya no.
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Perdí el espíritu.
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Ya no tengo sobre qué predicar.
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No estoy tan seguro de las cosas.
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Recuerdo que en un sermón te pusiste
a caminar con las manos y a gritar como loco.
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Ya me acuerdo.
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Estuvo muy bien.
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Pero no fue nada.
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Una vez di un sermón entero
a horcajadas en el tejado de un granero.
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Así.
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¿Lo viste?
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¿No?
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Bueno, eran otros tiempos.
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Deberías haberte casado.
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En mis reuniones, las chicas se ponían
a gritar alabanzas casi hasta desmayarse.
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Luego, las reconfortaba.
Siempre acababa haciendo el amor con ellas.
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Me sentía mal y rezaba sin parar,
pero no servía de nada.
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La siguiente vez, volvía a hacerlo.
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Hasta que pensé que ya no podía salvarme.
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Mi padre siempre dijo
que no tenías madera de predicador.
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Yo no dejaba escapar
ni a una si podía. ¿Un trago?
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Pero tú no eras predicador.
Una chica para ti sólo era una chica.
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Para mí son vasijas sagradas.
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Estaba salvando sus almas.
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Me pregunté: ¿qué es eso
que llaman el Espíritu Santo?
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Quizá eso sea el amor.
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Amo tanto a todo el mundo
que a veces estoy a punto de estallar.
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Así que quizá no existan
el pecado ni la virtud,
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sino tan sólo lo que hace la gente.
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Hay cosas que hace la gente
que están bien, y otras, no tan bien.