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He oído a los hombres
más respetados de Roma,
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excepto al inmortal César,
hablar de Bruto.
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Y lamentándose bajo la opresión,
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suspiraban porque Bruto
pudiera contar con tales espejos.
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¿Me obligas a buscar en mi interior,
Casio, algo que en mí no existe?
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Querido Bruto, escúchame.
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Como no podrías verte
sino fuera por reflejo,
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deja que yo, espejo tuyo, descubra
lo que aún no has visto en ti.
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Y no desconfíes de mí.
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Cuando me comporte
como un vulgar bufón,
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y demuestre mi afecto
a cada advenedizo,
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o en los festines me dé a todos,
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entonces, tenme por peligroso.
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¿Y esos vítores?
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Temo que escojan por rey a César.
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¿Lo temes?
Entonces no deseas que ocurra.
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No lo quisiera, Casio,
aunque sabes que le estimo de verdad.
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Pero, ¿qué pretendes?
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Si es algo por el bien común,
pondré a un lado honor y muerte.
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Las miraré a ambas con indiferencia.
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Amo la gloria más que temo la muerte.
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Veo en ti esa virtud tan clara
como tu semblante exterior.
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Pero se trata del honor
de lo que te quería hablar.
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Ignoro qué piensas sobre esta vida.
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Pero, por mi parte,
yo preferiría morir
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antes de vivir temeroso
de un ser semejante a mí mismo.
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Nací tan libre como César,
y tú también.
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Los dos nos alimentamos igual
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y podemos soportar
el frío tan bien como él.
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Pero una vez,
en un día de tormenta
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en el que el Tíber estaba furioso,
César me preguntó:
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"Casio,
¿te atreverías a nadar conmigo
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en la turbulenta corriente?"
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Me zambullí inmediatamente,
instándole a que me siguiera.
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Lo hizo enseguida.
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Rugía el torrente
y debimos luchar contra él.
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Avanzamos, oponiéndonos
a la violencia de su curso.
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Cuando llegábamos al final,
César gritó:
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"¡Ayúdame, Casio, me ahogo!"