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¿Me permites un momento?
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Allí está el Oriente,
¿no despunta por ahí el día?
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- No.
- Perdón, señor, pero así es.
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Aquellas franjas de nubes
son mensajeros del día.
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Confesad que estáis equivocados.
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Donde apunto con mi daga
se alza el sol liberador.
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- Dadme vuestras manos.
- Juremos cumplir nuestro acuerdo.
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¡Juramentos, no!
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Si nuestras miradas y la aflicción
de nuestras almas no son suficiente,
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separémonos,
y que cada uno vuelva a su lecho.
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¿Dejaremos reinar a la tiranía
hasta sucumbir?
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¿Qué más nos puede estimular
que nuestra causa por la justicia?
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¿Qué más juramentos hacen falta
entre romanos que la palabra dada?
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¿Qué mejor voto que la honradez para
realizar nuestra empresa o sucumbir?
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Que juren los sacerdotes,
los cobardes y los cautelosos.
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Los decrépitos que toleran
el ultraje, los corrompidos.
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Y los desdichados
que inspiran dudas a los hombres.
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Pero no empañemos la virtud
de nuestra empresa.
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Ni el fino temple de nuestro ánimo.
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No precisamos juramentos
que sostengan la causa.
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¿Sondeamos a Cicerón?
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Se pondrá de nuestro lado.
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Contemos con él,
sus cabellos de plata nos ayudarán.
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- Se dirá que nos guió.
- No debemos excluirle.
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No se adherirá
a lo que otro haya empezado.
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¡Dejémosle!
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No nos conviene.
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¿Sólo ha de tocarse a César?
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Bien pensado, Decio.
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No creo que Antonio, tan estimado
por César, deba sobrevivirle.
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Tendríamos en él a un enemigo
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que podría resultar peligroso.
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Para evitarlo debemos hacer caer
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a César y Antonio juntos.